20 de noviembre de 2012

Noche de sirenas


     "Cariño, acaban de llamar tus padres para saber si vamos a verlos mañana. Ya les he dicho que este fin de semana es el que nos reservamos para nosotros y que no iremos, ¿vale?" – gritó Sara desde el vestidor.


-          "¡Gracias, cielo! ¡Eres un amor, ja, ja, ja, ja!"

      Mientras terminaba de depilarse en el baño, Siro sonrió para sí mismo. Menuda mujer tenía. Tenía las cosas muy claras. Se querían, y en ella encontraba todo lo que deseaba en una mujer: además de sus muchas virtudes, era buena compañera, amiga, amante, inteligente, sexy, divertida… y sobre todo, cómplice. ¿Qué más se podía pedir? Él también intentaba estar a la altura, se sentía afortunado a su lado y ni se imaginaba vivir sin ella.




      Aún recordaba cómo se habían conocido en un hotel en Amsterdam. La oyó hablando por teléfono en español justo a su lado, y cuando terminó de hablar y apagó el teléfono, sus miradas se cruzaron y él se quedó tan deslumbrado por la profundidad de su iris verdoso que no fue capaz de apartar la mirada a tiempo…  Pero tampoco ella. Le sonrió y él no se lo pensó dos veces. “¿Eres española?” Qué obviedades se dicen a veces para iniciar un contacto. “Sí, veo que tú también. ¿De dónde?” En su conversación no cabían preguntas cuya respuesta sabía. Clara y directa. “Soy andaluz… pero acabo de mudarme a Madrid por trabajo.” “Yo también vivo en Madrid.”

     Esa noche en el hotel nunca la olvidarían. Ni ellos, ni sus vecinos de habitación, que les miraron malhumorados y con ojeras cuando salieron al mismo tiempo de las habitaciones a la mañana siguient

     “¡Qué guapo estás! Así me gusta, que las chicas me envidien cuando te vean…” “A quién envidian todos es a mí…” Le dijo cogiéndola por la cintura, y plantándole un beso de cine, tan apasionado que nadie diría que llevaban ya ocho años de convivencia. Ella intentó zafarse de él entre risas. “Resérvate para esta noche, o te pasarás un año arrepintiéndote de no haberlo hecho....”

     Tenía razón. Esa noche era especial. Se había convertido, más que en una tradición, en una especie de rito. Todos los años desde hacía ocho, el último viernes de cada octubre celebraba de una manera muy especial su cumpleaños, con medio mes de retraso. Solo una vez al año se permitía volver corpóreamente a ese rincón de su recuerdo, refugio habitual de las ensoñaciones anímicas más sensuales, un agujero negro en su percepción de la realidad, donde la imagen estaba matizada por la tenue iluminación de unas velas y donde la lujuria fusionaba piel, sudor y aliento en una batalla cuerpo a cuerpo y sexo con sexo. Nunca hubiera soñado, al cruzar el umbral de aquella puerta, que su capacidad de excitación superara su miedo escénico en esa incursión a aquel submundo misterioso y secreto de placer y líbido sin límites. No era su sexo el que desobedecía a su instinto de conservación y ahorro energético intrínseco a su naturaleza animal de limitadas fuerzas y capacidades. Era su mente la que, entregada, cedía posiciones y se rendía a las tentaciones de la sensualidad y el placer extremos, sin dejar tregua al cuerpo para el necesario reposo. Ante eso, no había nada que pudiera hacer. Y no había nada que quisiera hacer al respecto. No quería que aquel banquete de lujuria y placer terminara en tal noche, ni aún sospechaba que tendría que librar tres batallas en aquella guerra contra su sentido común y su autocontención racional, antes de conseguir liberarse del yugo de aquella serpiente libidinosa hecha mujer. Siempre a su pesar. Porque solo ese día al año se permitía ceder y conmemorar ritualmente aquella conquista.

      Intentando volver a la liturgia de los preparativos, terminó de depilarse y de acicalarse desnudo delante del espejo, y su mente en pleno viaje astral no le alertó de la mano que subrepticiamente reptaba traicionera bajando por su espalda hasta sus nalgas, donde recibió un doloroso pellizco desde la retaguardia que le trajo de vuelta a la realidad. “Chico, no seas tan presumido, déjame el espejo ya, que tengo que terminar de maquillarme…”

     Pillado in fraganti y con la guardia bajada, se dio cuenta de que su excitación era ya más que evidente y se batió en retirada hacia el vestidor, donde terminó de vestirse. Las imágenes de aquella primera noche de descubrimiento se agolparon en su mente. Unas sugerentes medias de rejilla y un liguero se superponían a la visión matizada por las velas de aquella boca de labios carnosos y ardientes, lo único que el pañuelo de seda plateado dejaba al descubierto del rostro de su cautiva. Esta, atrapada y subyugada por su ímpetu, apenas podía defenderse, y si podía no lo hacía. La escena mortecina propia de la nouvelle vague, adornada por la boa de plumas negras cayendo sobre el pecho y la lencería, se imprimió en sus retinas y permanecería indeleble en su líbido durante años.


 


     Cuando en el devenir de sus pasiones fue él el que solícito se sometió
     a la tortura de las caricias de ella, fue su piel trémula, y no sus ojos impedidos por la seda, la que captó las caricias que recorrían cada rincón del territorio conquistado antes por los labios. Aquellos dedos aparecían y desaparecían de su percepción como los ojos del Guadiana hasta que, atrevidos, se retiraron de su pecho, y entonces fue cuando percibió que aquellas lagunas se convertían en el inmenso cauce del correr de dos senos untados en oloroso aceite de romero sobre su pecho, sobre su vientre, sobre su sexo, para al poco volver a reaparecer sobre su boca, apenas dejándose rozar ni paladear su sabor. Volvieron las manos a su vientre y en ese momento atacó una boca cálida y húmeda, juguetona la lengua, a su sexo erecto e incontrolable.  Activados sus sentidos y en estado de máxima alerta, a punto de ser rebasado su umbral de tolerancia al éxtasis, el radar de su piel detectó el dulce serpentear de las manos que regresaban sumisas, primero dos, pero sorpresivamente se convirtieron en tres, y luego en cuatro.  Y sus sentidos se vieron sobrepasados por el cúmulo de sensaciones. La falta del sentido de la vista agudizó el del tacto y la magnitud de sus ansias, pero aún así se sintió incapaz de reaccionar; ni siquiera había asimilado aún la nueva sensación cuando los gemidos de placer provenientes de aquel cuerpo que vestía de ardor y creciente humedad su sexo se estremeció y le inundó por completo, y él mismo, al sentir que al estallido acuoso se sumaban la calidez de unas manos anónimas sobre sus muslos, y el dolor incisivo de unas uñas de gata sobre su pecho, dejó que el clímax estallara de lleno en su turbia mente y en el húmedo interior de su atacante.

Tenía que apartar esa visión de su mente. Esperaba que esa noche fuera tan especial como lo había sido la primera, ocho años antes, y lo había seguido siendo cada último viernes de octubre. Todo estaba preparado, todo iba a ser increíblemente excitante. Como siempre. Lo sabía...
    “Cariño, el taxi está esperando abajo”.

     Uffff, aún no había salido de casa y ya casi había perdido el control sobre sus sentidos, llevado solo por sus recuerdos. Volvió a besar apasionada y ardientemente a aquella preciosa y protestona mujercita suya que intentaba zafarse juguetona de sus brazos, que cada año se preocupaba de que todo fuera perfecto y especial ese fin de semana en que abría un puertecita en el castillo de su rutina y se escapaba al bosque privado de los sueños, y que con mimo y cariño allanaba y preparaba el camino para que todo saliera perfecto… No se podía creer la suerte que tenía. Estaba radiante, preciosa, deslumbrante…

   “¡Vamos, el taxi!”

     Bajaron atropelladamente las escaleras, ella descalza con los tacones en la mano y él poniéndose la cazadora, y antes de salir, en la puerta, se fundieron en un tierno y apasionado beso, entre risas cómplices. “Va a ser una noche especial, hay que disfrutarla” “Te quiero, amor” “Y yo a ti…”

     Ella le despidió con la mano, aún con los tacones en la mano, desde el umbral de la puerta, mientras él se alejaba en el taxi para dirigirse a su inevitable e imperiosa cita anual.

    “Desde luego, qué suerte tienes de tener una mujer así”.
    Susurró aquella ninfa que envolvía su cuerpo semidesnuda en piel de nácar y plumas de azabache.

     “Es cierto, estoy muy enamorado de ella, y es capaz de comprender algo como esto sin que mine en absoluto nuestra relación… Cada vez la valoro más, y me enamoro más de ella…”

    “Bueno, también ella tiene suerte de tenerte a ti”.


“Ja, ja, ja… Me tienes en muy alta estima…”

Él recorrió con sus manos la piel sudorosa de aquellos hermosos pechos sin dejar de sonreír y sin querer pensar en nada… Sin embargo, su consciencia parecía resistirse, quería pensar, quería alertarle...

    “No, lo digo en serio, tenéis una relación increíble, y un día al año os dais carta blanca…”

 
     No la entendió.

“Sí, el caso es que tampoco parece interesarle demasiado... Supongo que confía en mí y sabe que nada podrá afectar a nuestro amor. Al principio de nuestra relación ya le comenté que tenía un compromiso todos los años por las mismas fechas con una persona con la que tenía un vínculo especial, y siempre lo ha respetado. Ni siquiera me pregunta con quién he estado ni dónde ni qué he hecho. Es más, parece que le estimula, es como si participara conmigo de un secreto y lo protege con celo...”

     Reptando sobre su cuerpo, ella comenzó a recorrer primero su cuello y después su pecho con sus uñas y con dulces besos cargados de deseo. Él cerró los ojos y, relajándose, se dejó hacer...

    “Qué hermosa relación, sois una pareja ideal, respetuosos con la parcela de privacidad del otro, comprensivos y maduros como para saber que esto no esta reñido con el amor que os profesáis..."

     Él entreabrió la boca, dejando escapar un suspiro de placer, al sentir el roce de la melena de ella bajando desde su pecho hasta su vientre....

"Además, me parece una mujer preciosa... con una melodiosa voz de sirena..."

Qué curioso que ella hablara de sirenas, esa es la imagen que él mismo tiene de esta escena cada vez que la revive en su mente, es como si una sirena le sedujera con su canto para arrastrarle al fondo del mar.

"Sí, como una sirena...."
      No podía pensar en nada, estaba completamente extasiado y relajado, sintiendo la piel de ella como si fuera la propia, sintiendo a través de ella... Tuvo que hacer un esfuerzo para oír su propia voz contestando en ráfagas.


"En realidad ella no sabe nada de esto... no me pregunta... simplemente lo acepta... lo tiene asumido desde que nos conocimos... incluso parece entusiasmarle la idea de que guarde un secreto... supongo que eso me hace más misterioso a sus ojos...sí... eso debe de ser..."


"Pues me parece perfecto, el misterio es parte del interés que puede despertar en ti la otra persona... Imagino que ella tampoco te contará lo que hace en este día, cada año, cada vez que te vas. A fin de cuentas, también es su noche. La noche en que tu pequeña nínfula muda su piel y disfruta de su liberación, antes de volver a tu lado..."

Escuchando sin escuchar, él admiraba extasiado el cadencioso balanceo de aquellas curvas y sentía como el ardor de su sangre se concentraba en un punto... 

"Sí... Su noche..."

De repente, dejó de acariciar aquella aterciopelada piel y la sonrisa se tornó imperceptible en sus labios… Las ideas aparecían y desaparecían en su cabeza al instante. ¿Cómo sabía ella que Sara era preciosa? No, ya lo ha olvidado. ¿Por qué una sirena? ¿ O había dicho ninfa? El pensamiento se desvaneció... Acertó a preguntar: “¿Qué quieres dec…?” Pero no terminó de articular la frase, se le olvidó. Sabía que él mismo había mencionado algo sobre un vínculo, ¿pero cuál? Aturdido por la avalancha de fugaces pensamientos y preguntas que se clavaban como bayonetas en su conciencia, se incorporó de golpe, la miró con ojos sorprendidos desde su etéreo nivel de consciencia y se encontró con una mirada de ella que parecía insinuarle: «Tonto, no me digas que nunca te has preguntado qué hace ella mientras estás conmigo... se supone que también esta es también su noche privada… pero no pretenderás saberlo, ¿verdad?»  Ella le cerró los párpados con un delicado beso mientras le arrullaba con su canción.

Obnubilado, atrincherado en su desconcierto, sin capacidad de reacción, incapaz de asimilar todo lo que esas palabras que revoloteaban por su mente le sugerían, solo pudo abandonarse al descanso acogedor y húmedo de ese cuerpo que le hacía sumergirse, cada otoño, en una refriega entre sensualidad e irrealidad. Se dejó seducir por el murmullo que anulaba los sentidos y nublaba el pensamiento, en la noche de los seres que habitan, empapados de lluvia y de orballo, entre la tierra y el agua...

 
La noche de la metamorfosis.


La noche de las sirenas.

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