1 de octubre de 2012

Doble estimulación

Esa noche a Betty le costaba conciliar el sueño. Con una mano acarició uno de sus pechos suavemente hasta notar el pezón erecto bajo la seda antes de pasar al otro y automáticamente juntó las piernas en torno a su otra mano. No tardó mucho en colocarse boca abajo y buscar entre las imágenes que desbordaban su imaginación y localizar la que deseaba. Recurrió al habitual recurso de colocarse un cojín entre las piernas y comenzar a acunarse con una cadencia regular sobre él, deseando entrar en ese estado de semiexcitación en el que un dulce sopor invade su mente y arrastra su cuerpo en una especie de viaje astral y lo sitúa en ese momento vívido que impregnó sus sentidos horas antes. Vívido y en cierto modo vivido, porque no era fruto realmente de su imaginación. Una escena que la inquietó y la llegó a obsesionar...


Pasaban ya varias horas de la madrugada y la gente que había en el local estaba completamente entregada a sus pasiones. Las parejas novatas ya habían perdido la vergüenza y, dicho sea de paso, la ropa; se habían cansado de mirar y no actuar y se habían buscado un rincón oscuro aquí o una cama entre cortinas allí, pero siempre intentando no entrar en contacto con otras parejas ni quedar demasiado expuestos a la vista. Ya no había buitres solitarios mirando y todas las manos y las bocas estaban ocupadas, gimiendo, recorriendo, o succionando como vampiros sedientos. En un gran diván serpenteante los movimientos a duras penas controlados provocaban roces no evitados con el ardor ajeno. Algunos desembocaban en ocasionales razzias de aventureras manos para explorar curvas cálidas y sudorosas que no se inmutaban por el contacto "fortuito" y se dejaban acariciar y conquistar. En una de las camas grandes, sobresalía un gemido acompasado y agudo del aire bruscamente expelido por las rítmicas embestidas. Un cuerpo escultural y curvilíneo se encontraba completamente aprisionado entre dos magníficos cuerpos masculinos, encajando perfectamente pechos, espalda y miembros hasta formar uno solo. La perfecta sincronización de movimientos del engrasado engranaje llevó a la chica a un estado de excitación tal, seguramente al límite del orgasmo, que una vez alcanzado no pudo más que mantenerse ahí y continuar con un nivel de alteración máximo sin visos de interrupción, porque la maquinaria no presentaba síntomas de agotamiento. Así que ocasionalmente el nivel de agudos aumentaba pero el ritmo se mantenía inalterable, al estar anclada en dos puntos sin posibilidad de huida. El resto del mundo ni existía, no parecía que se fuera a acabar nunca.

Hipnotizada por la escena, Betty no pudo evitar detenerse y quedarse absorta observándolos. Le pareció una imagen hermosa, el movimiento inercial ideal, una fotografía deslumbrante. Poco a poco el resto de parejas cesaron en su actividad y parecía que en cualquier momento un foco hollywoodiense se posaría sobre aquella perfecta maquinaria acaparando todas las miradas. En estas se adivinaba admiración y disfrute ante tanta belleza, quizás sana envidia, quizás en algún caso libidinosa lujuria, los menos. Ellos seguían moviéndose acompasadamente, y unos jadeos graves y masculinos comenzaron a acompañar a coro cada embestida, mientras las perlas de sudor lustraban de brillo la escena. Parecía que el combustible duraría eternamente y Betty se alejó sintiendo pudor ajeno, pensando en cuánto desearía ella ser la pieza central de un puzle tan perfecto. Pero mil preguntas, impedimentos y objeciones se cruzaron por su cabeza hasta el punto de desecharlo como posibilidad y guardarlo en el repositorio de fantasías no satisfechas como estímulo libidinoso para su autoestimulación.


Comenzó a jadear recordándolo en su cama e intentando adivinar qué se sentiría al notar su cuerpo invadido, conquistado y finalmente prisionero de dos soldados como aquellos. Nunca, ni en sus más intrépidos sueños, se imaginaría que más bien pronto que tarde viviría una experiencia similar. Extasiada y desbordada de excitación, relajó sus músculos y se abandonó a la placidez que habitualmente la domina tras la tensión máxima, como otras muchas veces, con el cojín entre las piernas, mientras un suspiro se escapaba de su boca entreabierta. Se estaba convirtiendo en un hábito, casi una adicción. Ya lo fue en su adolescencia, desde aquella noche en que con trece años, sola, en su cama, experimentó su primer orgasmo.

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