26 de septiembre de 2012

El masaje Vichy (I)

          Bien entrada la madrugada, salimos de la autovía y cogimos la desviación hacia el río, donde se encontraba el balneario. Era noche cerrada y estaba lloviendo, como era habitual en Lugo, pero eso le daba un cierto aire mágico. De eso se trataba, de dejar atrás el asfalto, la contaminación y el bullicio de la gran ciudad para adentrarse en ese remanso de paz y peldaño a la naturaleza situado junto al Miño. No era mi ideal, yo que siempre había sido mochilera y dispuesta a hacer vivac en los sitios más inauditos, cementerios incluidos. Pero esto era lo más parecido a un término medio entre el camping y el hotel en el centro por el que hubiera optado él a priori. A un tiro de piedra de la zona de marcha en coche, pero suficientemente alejado del jaleo. Solo una luz mortecina iluminaba la entrada y ahí nos dirigimos, cargados con nuestras bolsas y cubriéndonos las cabezas con los impermeables.


Eso de los balnearios nos sonaba un poco a cosa de viejos, pero nos daba igual. Lo primero que hicimos a la mañana siguiente fue preguntar de qué iba la cosa. Nos informaron de que las aguas eran sulfuradas y por eso despedían ese olor tan intenso. Ni falta que hacía el comentario, nuestra pituitaria se había adelantado. Pero enseguida te acostumbrabas. Además eran sódicas, bicarbonatadas y calientes, lo que las hacía adecuadas para tratamientos de afecciones reumáticas, respiratorias y tópicas. Todo lo cual nos era bastante indiferente en ese momento porque íbamos con la idea en mente de masaje, masaje y más masaje. Aún así, nos apuntamos a todo lo que pudimos para rellenar la mañana y salir renovados a encontrarnos con los amigos, a saber: baños con burbujas, chorros, masaje Vichy, etc.

Yo fui la primera de los dos en pasar a la "ducha Vichy", mientras él se daba los chorros. Se trataba de un masaje bajo el agua que salía de una especie de alcachofa o difusor alargado situado sobre la camilla. Cuando entré en la estancia iluminada con una luz tenue, me sentía ya bastante relajada por los baños, a lo que se sumaba un cierto sopor por el ambiente relajante y sobre todo por las pocas horas de sueño de la noche anterior. Una chica rolliza en bañador y chanclas me indicó con una sonrisa amable y una voz especialmente cálida, con un marcado acento gallego, dónde podía dejar el albornoz y que me echara sobre la camilla. Me tumbé y cerré los ojos mientras esperaba a que ella ultimara los preparativos. "¿No prefieres quitarte el bañador?" "Mmmmm, no sé, ¿qué es lo normal?" "Bueno, el masaje te lo podré dar mucho mejor si te quitas el bañador" "Ah, bueno, pues entonces me lo quito". Suena ridículo, pero era la primera vez que me desnudaba delante de nadie que no fuera mi pareja, y en particular de una chica. Hasta en la piscina y en el gimnasio me metía en cabinas. Me daba palo, punto. Pero no quería quedar como una paleta. Así que me desnudé mientras ella estaba de espaldas y me volví a tumbar. Aunque esta vez ya no tan relajada como antes, por el simple hecho de estar desnuda.

Ella abrió la ducha y comenzó a darme el masaje empezando por el cuello, los hombros, la espalda. Recorrió toda la columna y con una suave caricia aprovechó mientras se aprovisionaba de aceite para bajar rápidamente por la pierna. Ahí siguió masajeando la planta del pie, la pantorrilla, la corva, los muslos... Yo estaba a punto de quedarme frita de tanta relajación. Mi cuerpo ya no reaccionaba a las órdenes de mi cerebro, pero eso suponiendo que este estuviera en condiciones de dar ninguna orden. El tacto de aquellas manos, el suave estrujamiento de mis carnes, el dulce deslizar de las yemas de los dedos sobre la piel aceitosa, el murmullo húmedo de la ducha... Todo contribuía a poner mis sentidos y mis nervios en un punto de laxitud y bienestar como hacía tiempo que no sentía.

La piel me transmitía un cúmulo de sensaciones concentradas bajo aquellos dedos y nudillos hiperactivos que bailaban sobre el escenario de mi piel con una coreografía perfecta. O casi. Cometió un pequeño error. Al doblar mis rodillas para masajear longitudinalmente cada una de mis piernas y volver a posarlas suavemente sobre la camilla para continuar por la parte interior de los muslos, las dejó ligeramente más separadas de lo que estaban originalmente. Mi cerebro quería juntarlas para ocultar con disimulo lo que tan previsoramente había pretendido ocultar al colocarme boca abajo. Bueno, me dije, una masajista debe de ser como un médico, es estúpido sentir pudor en esta situación. Digo yo. El caso es que el error que cometió, y del que por supuesto ella no debía de ser consciente, fue que mientras masajeaba mis muslos, sus dedos rozaban ligeramente mis labios. Los vaginales. Madre mía, pues entonces seguro que se ve más de lo que me gustaría. No le voy a decir nada, primero porque no puedo (estaba adormecida), segundo porque quedaría como una paleta y seguramente ella lo hacía sin intención, y tercero... porque era una sensación de lo más placentera, así que mi actitud fue la de "dejar hacer". Mi, a esas alturas, torpe y confuso entendimiento decidió aletargarse de nuevo, y las sensaciones empezaron a excitar hasta mi médula espinal. Y sentí que de alguna forma, mi vulva reaccionaba a esos estímulos inintencionados. Espero que no se note, que no sea algo visible... quiero decir, ¡si fuera un chico lo pasaría fatal! Pero lo cierto es que notaba que las al principio débiles señales nerviosas que transmitían el placer sensual, y sexual, se amplificaban por momentos. ¿Lo haría a propósito? ¿Sería ella consciente de mi excitación? ¿La provocaría ella? Yo seguía aguantando la respiración y me mantuve lo más inmóvil que pude. Ella seguía como si la cosa no fuera con ella y empecé a pensar que yo tenía una imaginación portentosa y que "sentía visiones".  Su proceder era el mismo que hasta el momento, ni más rápido ni más lento, ni más tiempo en una zona que en otra. El roce de mi zona más íntima y de mi vello púbico con la cara exterior de su dedo meñique parecía puramente casual, ni siquiera era continuado, y era extremadamente leve. Como si usara una pluma de ganso. Betty, quítate de la cabeza cualquier historia que se te pase por la imaginación y déjate llevar de una puñetera vez... Así que intenté desconectar. No cabía otra posibilidad, mi cuerpo estaba totalmente entregado. Dios mío, no me extraña que a todo el mundo le guste tanto recibir masajes, ¿pero por qué nunca había oído hablar de esa parte de sensualidad extrema? Supongo que por el mismo pudor que a mí me hacía desnudarme a resguardo de miradas ajenas.

Ya disociados mi cuerpo y mi cerebro salvo por la percepción del placer, acepté sin nerviosismo y con no poco agrado el suave estrujamiento de mis nalgas, en forma de masaje circular. Luego comenzó a trasladar las maniobras de sus nudillos poco a poco de la cara exterior de la cadera hacia el final de mi espalda. Me di cuenta de que desde esa posición y debido al movimiento centrífugo de sus manos, mis nalgas se separaban con cada movimiento circular una fracción de segundo, lo suficiente para que se pudiera atisbar, si hubiera más luz, mis partes más privadas, incluso mi vulva que yo intuía hinchada por la excitación. Por suerte entre el agua y la poca luminosidad, ella no debía de ser consciente de lo que ese movimiento provocaba. Gracias a mi constitución y al deporte, mis glúteos y mis piernas estaban suavemente musculadas y torneadas, sin asomo de celulitis, y al menos no tenía que sumar a este cúmulo de factores por controlar el potencial efecto "flan bamboleante" que sin lugar a dudas se produciría unos veinte años después si me seguía acostumbrando a ese tipo de vida relajado, burgués e indolente...  "No, imposible, eso nunca", pensaba mientras finalizaba el masaje con un suave toqueteo de las puntas de sus dedos por mi espalda y mis piernas para reactivar la circulación de la sangre.

No tenía noción del tiempo, dejé de sentir la presión de sus manos y supuse que me había dejado un momento para que mantuviera el estado de relajación y percibiera las delicadas gotas de agua sulfurada sobre mi espalda antes de dar por finalizado el masaje. En esas estaba cuando su cálida voz me susurró al oído: "Ponte boca arriba, por favor". ¿Boca arriba? Pero... ¿el masaje no es solo de espalda? Se me va a ver todo, ¡qué vergüenza! Y qué niñería, ¡¡que ya tenía los veinte años cumplidos y aún estábamos con esas!? ¡A ver si maduramos, Betty!

Cerebro alerta de nuevo, y parte de la relajación al garete. Bueno, no del todo. Porque aunque mis neuronas perezosas intentaban dar órdenes de preguntar o de asegurarme antes de en qué consistía el masajito de marras, mi cuerpo obedecía fiel y con celeridad a las órdenes de aquellas manos con las que había establecido una más que estrecha relación amistosa. Y sin saber cómo me encontré completamente girada, mostrando toda mi desnudez, mis pechos firmes y los pezones erectos apuntando hacia arriba, evidenciando mi anterior excitación, mi vientre plano y ligeramente cóncavo por la delgadez y el triángulo de mi vello púbico correctamente depilado en su contorno, afortunadamente. Más tarde me reiría pensando que de menudas cosas me preocupé en ese instante: de si me había depilado de forma adecuada para la ocasión. Hice repaso mental y llegué a la conclusión de que sí, por un lado, y de que intentaría ponerme al día de cuáles eran las últimas tendencias al respecto, por otro lado, para estar siempre a punto, visto lo visto.

A ver, Betty, relájate, que para eso estás aquí. La fina llovizna continuaba pero esta vez me obligaba a mantener los ojos cerrados y me dificultaba la respiración, se me colaban gotitas de agua en la nariz, pequeños riachuelos discurrían por la comisura de mi boca y otros seguían hasta las orejas tras desbordarse los pequeños recovecos de mi cara. Así y todo, conseguí mantener un cierto ritmo uniforme en la respiración como punto de partida para seguir con mi "laissez faire, laissez passer" y "que sea lo que Dios quiera que yo me dejo", amparándome en mi recién adoptada indefensión. Y hay que ver cómo siguió la cosa...

Continúa en El masaje Vichy (II)

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